Por lo general, nos gusta tan poquito el invierno que, en cuanto vemos que el sol comienza a despertar cada mañana con más fuerza, comenzamos a desquitarnos de ropa, de kilos y de complejos de manera desenfrenada y desenfadada.
El ritual de ‘bienvenida’ al verano suele comenzar por los pies; adiós calcetines -con o sin tomate(s)-, adiós botas y botines. La moda estival que venía inundando los escaparates desde febrero, sale también a la calle. En pocas semanas -en ocasiones, tan solo en unos días- se combate esa lucha de los looks imposibles de entretiempo; sí, ya sabes, el vestido ligero con botas y cazadora vaquera o el jean largo y el abrigo con sandalias.
Llega el calor y la vida se convierte en una explosión de color. A ser posible, cuanto más chillones, mejor; como si el verano fuera a serlo aún más por pintarlo de fluorescente.
Reconozco que aborrezco la idea de que las buenas imágenes son las que se publican en blanco y negro, las de toda la vida. Lo de toda la vida me aburre sobremanera. Pero, en este caso, he buscado reflejar el frescor y la sensación de calidez intrínseca al verano en Madrid a través del blanco, negro y algún que otro gris.
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